
A tal punto perdieron su norte, que diríase se habían metamorfoseado en una paloma albertiana; a tal punto perdieron su norte, que obraban los unos como los otros y los otros como los unos… y hasta como los hunos; a tal punto perdieron su norte, que… ¿para qué decir más, estaban desnortados.
Para entretener a sus súbditos, el tiempo que le viniese bien a sus cábalas, la taimada bruja(¿o?) tuvo a bien sacarles las entrañas y sesos, y pasándolas por un tubo, para igualar calibres –cosa que, a fe, consiguió-, se dedicó en cuerpo y alma penelopiana a trenzarlas para darles mayor consistencia. Lo consiguió, aunque no reparase que, tanto trenzar y trenzar, cada vez la solidez era mayor, sí, pero el tamaño decrecía. Total, que cuando quiso alcanzar el piélago que daba a la ventana del castillo de la princesa, por donde quería alcanzar los infinitos rompimientos de cielo que allí se producían, lo que pasó es que por la cortedad de la cuerda conseguida, se vino a dar otra leche fenomenal, sin que pudiese llegar a conseguir su cometido, al tiempo que dejaba a sus fieles destripaos para siempre, ya que descerebraos, lo que se dice descerebraos, ya lo estaban desde antes.
Y colorín colorado, este cuento sigue.
Moraleja: Esconde la mano, que viene la vieja… o, no hay dos sin tres, ay.
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